Clotilde Fonseca Ministra de Ciencia y Tecnología
La innovación es un tema fundamental de nuestro tiempo. De ella depende, como nunca antes, el posicionamiento nacional y global de las empresas y, sobre todo, el desarrollo económico. Así lo han destacado los estudios más recientes del BID, la CEPAL y múltiples think tanks. Ellos señalan, claramente, también, que, para aumentar la productividad y estar en capacidad de generar innovación más poderosa, es imprescindible fortalecer la dimensión científica y tecnológica de los productos y procesos productivos.
¿Cómo lograrla? ¿Cómo crear productos que sean a un tiempo innovadores y comercialmente exitosos? He ahí el dilema. El asunto no es simple, ni siquiera para las empresas que cuentan con el talento humano y el financiamiento requeridos.
Gary Lynn y Richard Reilly parecen tener una respuesta. Los hallazgos de su investigación empírica han permitido decantar algunas de las mejores prácticas en este campo. Estos dos investigadores estudiaron la conducta, actitudes y destrezas de los equipos productivos que despliegan prácticas exitosas en el ámbito mundial, en el diseño, producción y comercialización de innovaciones. La magnitud y complejidad de su trabajo de varias décadas —que se concentra fundamentalmente en la innovación incremental— aporta importantes lecciones para quienes desean adentrarse en las prometedoras y, a veces, también, inciertas aguas de la innovación.
No nos detendremos aquí en las características de la metodología que sustenta este ambicioso estudio. El primer capítulo de su libro, Blockbusters: The Five Keys to Developing Great New Products (Harper Business, 2002), la describe en detalle. Basta saber, sin embargo, que sus conclusiones se fundamentan en el análisis estadístico de varios centenares de casos de éxito y fracaso y en una base de datos que recoge los perfiles productivos de más de 250 equipos generadores de innovación en empresas de los más diversos tamaños, ubicaciones y especialidades.
El trabajo de Lynn y Reilly extrae los cinco factores estadísticamente más determinantes en la creación de productos que resultaron ser innovadores y, a la vez, comercialmente viables. Conviene conocer y valorar las características comunes de la cultura productiva que ha generado esos productos. Sus rasgos son precisos y, sin duda, podrían ser aplicados, también, a las actividades creadoras de muy diversas instituciones, empresas y sectores productivos. Vale la pena analizarlos, uno a uno, con algún cuidado.
1. Visión clara y precisa. El factor determinante de todo proyecto innovador reside en la claridad absoluta sobre su objetivo. La visión del producto debe ser evidente, precisa y estable. Sin embargo, la idea del resultado debe ser lo único inmutable, pues es el eje que da sentido y dirección al proceso. Por lo demás, no se requieren reglas absolutas o parámetros rígidos. Todo lo contrario. Las formas de llegar al producto final pueden ser —e inevitablemente serán— diversas y cambiantes. No se puede olvidar nunca, sin embargo, que es preciso empezar y mantenerse con el fin en la mente.
2. Involucramiento de la alta gerencia. Este factor es esencial. Constituye una fuerza que impulsa y respalda al equipo desarrollador y le confiere la autoridad y la confianza necesarias para actuar. Su apoyo es crítico cuando se debe romper alguna regla o superar algún atascamiento burocrático. Sin embargo, su intervención jamás debe convertirse en una forma de inspección o de control. La participación de la dirección superior debe ser más bien propositiva, cercana, estimulante.
Dentro de este marco de acción, los autores destacan la importancia de que la alta gerencia atienda tanto los aspectos estratégicos como los de detalle. Según dicen, cuando hacemos innovación incremental no hay que temerle al “micromanagement”, que tanto combate la literatura especializada. En estos casos la alta gerencia debe prestar atención, también, a las pequeñas decisiones y a la acción concreta.
3. Capacidad de improvisación. La innovación exitosa requiere de equipos ágiles, flexibles, con amplia disposición para probar diferentes ideas en rápida sucesión. Como es obvio, no existe un camino lineal entre la innovación y el mercado. Es necesario, por lo tanto, experimentar con distintos prototipos que puedan llegar a entrar en “sintonía” con los usuarios finales. Los equipos deben poder imaginar la necesidad —real o creada— de los futuros clientes.
Para nuestra sorpresa, Lynn y Reilly defienden vehementemente la importancia de la capacidad de improvisación que debe existir en estos grupos humanos. Ellos deben estar en condición de variar el rumbo sin muchas aprehensiones, a medida que avanza el proyecto. El planeamiento estricto y el apego riguroso a un plan predefinido suele ser pernicioso; conduce al desaprovechamiento de las oportunidades de mejora que permiten responder, de forma más rápida y eficaz, a los requerimientos emergentes de la sociedad y los consumidores. Recordemos, lo único inmutable es la meta.
4. Ágiles flujos de información e intercambio. La comunicación permanente y efectiva es un rasgo esencial de los equipos productivos. Es preciso que el flujo comunicativo sea natural y espontáneo y que permita el intercambio de ideas, propuestas e información, sin rituales burocráticos o intercambios formales. En general, estos equipos operan en un ambiente amplio y enriquecedor, en el que nadie se guarda nada para sí mismo, por temor al ridículo o por falta de disposición para compartir o someter lo propio, al juicio colectivo.
Más allá de las reuniones formales y estructuradas, estos equipos hacen uso de todo tipo de recursos, desde correos electrónicos, mensajes instantáneos, chats, videoconferencias y procesos de streaming, hasta notas escritas y post-its. Lo importante es el aprovechamiento inmediato de ideas, pensamientos, propuestas y sugerencias.
5. Cooperación bajo presión. La capacidad para cooperar y colaborar, aún en condiciones apremiantes o de estrés, también aflora fuertemente en estos procesos. La clara adhesión a la meta reduce los conflictos personales y evita las divergencias irreconciliables. Las relaciones entre sus miembros se enmarcan en una dinámica productiva coherente, que no depende de la existencia de las relaciones de amistad o de aspectos de coincidencia personal. El espíritu de grupo, el entusiasmo con el proceso creador y la claridad, en relación con la meta, los hace mantener la cooperación necesaria para cumplir con el cometido.
Los descubrimientos de Rynn y Reilley no constituyen una receta o una ruta corta para lograr un producto innovador. Los factores que han documentado sugieren más bien una cultura de trabajo, un estilo de relación y de gestión. El éxito no se deriva de la presencia individual de cada uno de los factores. La clave de hallazgo se encuentra más bien en su complementariedad, en la naturaleza sistémica de sus interrelaciones. He ahí lo que hace la diferencia.
La buena noticia, según nos dicen estos expertos, es que, cuando se logra este tipo de dinámica productiva, el riesgo de fracaso se reduce a alrededor de un 2%, algo verdaderamente sorprendente, especialmente si se considera que los proyectos de innovación enfrentan siempre múltiples riesgos y fracasos. De hecho, muchos de ellos acaban siendo abandonados o desaprovechados cuando no se dan las condiciones óptimas para llevarlos a buen término.
En el mundo empresarial e institucional contemporáneo, que depende de manera tan determinante de la alta productividad y de la capacidad de innovación, los resultados de la investigación de Lynn y Reilley, provenientes del proyecto “Tecnogénesis” del Instituto Tecnológico Stevens, constituyen un punto de partida para la reflexión y la conformación de grupos creadores de productos y servicios. Sobre todo, para emprender esfuerzos transformadores de nuestra cultura creativa y productiva. He aquí un camino a seguir.
* Artículo de opinión publicado en el periódico La Nación (5 enero 2011).
miércoles, 5 de enero de 2011
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